La Frase: "Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres". Pedro Casaldáliga

viernes, 11 de febrero de 2022

El violín de Midori

            El 26 de julio de 1986, una joven y menuda violinista prodigio de 14 años, Midori Goto, actuaba como solista en el Festival de Tanglewood acompañada por la Orquesta de Boston. La obra: la Serenata para violín y orquesta de Leonard Bernstein; a la batuta, el propio y, ya por entonces, venerado compositor/director en persona.

En plena ejecución del último movimiento, definido por la voz que salía de la televisión en las noticias del día siguiente como “diabólicamente complicado”, la primera cuerda del pequeño violín de la pequeña Midori (de tres cuartos del tamaño habitual) se rompió. Sin perder un segundo, la violinista niña tomó el violín del concertino; no le importó que este fuera de un tamaño mayor; tampoco, no estar habituada a su tacto: siguió tocando. Los dioses son caprichosos o constantes, porque en menos de dos minutos, la primera cuerda del gran violín del primer violinista se rompió entre las manecitas de Midori. Pero es más fácil romper una cuerda que un corazón. La diminuta intérprete, casi sin inmutarse, se vuelve nuevamente hacia el primer violín (que a esa altura ya tiene entre sus manos el del segundo) y repite el cambio. Aparentemente imperturbable, sigue tocando.

Cuenta la leyenda que a Paganini, el considerado comúnmente como mejor violinista de la historia, se le llegaron a romper tres cuerdas durante un concierto, y consiguió terminar triunfante la ejecución con la cuarta. Claro que la misma leyenda asegura que había hecho un pacto con el diablo. Nuestra querida Midori (un ángel) entrevió una solución más sencilla. No le importó que el hado, el demonio o tal vez el propio Paganini, celoso, repitiera su treta en un minuto: recambió, continuó e interpretó sin fallo el resto de la pieza. La magia surge en un segundo, pero cuando se detiene la música el shock es tal que se diría que el instante siguiente tardó horas en llegar, como si Cronos quisiera pensar con calma una continuación digna de tal escena. Cuando la encuentra, el tiempo se reanuda, y no se sabe si era mayor la admiración del público, del propio Bernstein, o de los prestadores violinistas; el primero irrumpe en estruendosa ovación en pie, los siguientes la abrazan y la besan, el crítico del New York Times visualiza el titular que ocupará parte de la portada del día siguiente: “Chica, 14 años, conquista Tanglewood con 3 violines”. Yo, que me entero de esto 35 años después, sumo el entusiasmo de todos y brindo por el gesto de amor a la música (ininterrumpida) de Midori, que hace crecer mi propio amor a este mundo, hermoso por sus imperfecciones.

El arte imita a la vida y, ¿quién lo duda?, a veces demasiado a menudo al mundo se le rompe una cuerda. Claro que podemos quejarnos, culpar a la mala suerte, al tiempo o al destino (más tormentosamente: a nosotros mismos). Pero también podemos ser conscientes de que la vida imita al arte (creo que lo prefiero, que una niñita japonesa de 14 años me ha convencido de que es la mejor opción) y hacer lo que esté en nuestras manos, por pequeñitas y frágiles que sean, para evitar que la música se detenga.

¿Es casualidad -me da por pensar- que la serenata de Bernstein esté basada en El banquete de Platón? El Banquete o, ya saben, del amor.

Toquemos.



lunes, 13 de abril de 2020

SONETO CORONARIO (A quien ya saben)


Poesía
                                                              
Tan libre de prejuicios por doquiera
apareciste, como amor, tan puro,
que para rechazarte no hay conjuro
ya de Chinas o Italias que valiera.

Entregándome a ti más bien quisiera
sentir tu azote y tu veneno duro;
mas frío, asintomático, seguro
no puedo estar de que tu ardor me hiera.

¿Será preciso contener en casa
la furia que me corre por las venas
solícita por ti, por tu cariño?

Yo ya no sé decir lo que me pasa,
mas a fuer de prudencia y cuarentenas,
trátame, si has de hacerlo, como a un niño.

lunes, 7 de marzo de 2016

Tensión arterial resuelta

POESÍA
Amanezco en clave
de amor por tus huesos
despertando suave
de añorar tus besos

Con musculatura
de amante infinito
bajando la altura
de tu altar proscrito

Resintonizando
pura realidad:
de ir corriendo / a andando
de ti / a la verdad

Sin wifi gratuita
para sentimientos
con clave que encripta
mi adiós / tus “no siento”

Curando (pues toca)
tu falta de fe
dejando tu boca
la sal y el café.





jueves, 29 de enero de 2015

Desde otro ángulo



Los demonios atacan cuando menos te lo esperas.


A veces se les ve venir, porque aunque agazapados y de camuflaje, son muchos años y hemos aprendido algunos de sus trucos, de tal forma que la pintura o las hojas que ellos creen el no va más, son en realidad un rascar en nuestra puerta de las alarmas, que acaba cediendo porque, al fin y al cabo, las puertas están para abrirse, y si la hay es porque nuestra alma o nuestro corazón o, lo que resulta más doloroso e incomprensible, nuestro cerebro, decidió en su momento recortar el presupuesto cuando estábamos construyendo un sólido muro que debía protegernos ahora.

 
Pero los demonios son listos (son muchos años, y conocen todos nuestros trucos) y buscan las puertas en el muro, la cerradura en la puerta, la llave en los bolsillos de nuestra mente. Ya digo, a veces se les ve venir.

 
Otras veces irrumpen sin aviso, como quien llega después de unas largas vacaciones alterando el orden del día y de la oficina, con su camisa estampada y sus bermudas de fantasía frente a la fría realidad de las pantallas de ordenador y los teléfonos. Este tipo de ataque es el que más duele, ya que suma la sorpresa a lo desagradable y no respeta nada, ni tempos ni lugares, pues tan pronto nos encuentra tomando el té de las cinco, como en medio de un cumpleaños o entre unas risas con los amigos, en un momento tan hasta hace un minuto y que ahora ya.
 

Nosotros lo llamamos bajón (es sabido que no hay cosa que más fortalezca a los demonios que nombrarlos) y con firmeza negamos conocer el origen, o le atribuimos causas etéreas. Mentimos en ambos aspectos, porque después de todo no nos apetece aceptarlo ni explicarnos una vez más algo que ni nos gusta ni nos conviene.

 
A veces, en presencia de uno, los demonios atacan a una persona que nos importa (¿cómo podríamos notarlo si no?) y vemos reflejados en su reacción y en sus maneras la beligerante ofensiva y el encaje. Uno piensa que los demonios son insaciables, y se siente dolido e impotente, pues si bien conoce a los suyos, apenas sabe nada de los ajenos, lo que dificulta la tarea de rescate que se quiere ejercer a toda costa, casi siempre con pobres resultados y a lo sumo alusiones a causas imprecisas.

 
Entonces, como resultado de ese primer ataque, y a pesar de la evidente falta de comunicación entre tropas, uno siente, como coordinados por un general invisible –pero esta vez es de las que se ve venir- los movimientos en las filas de sus personales e intransferibles enemigos, y el traqueteo de un mecanismo de sobra conocido. Antes de que los demonios ganen esta batalla (es indudable), uno no sabe si adelantarse a la tristeza por descubrir una falla más en sus defensas, ya de por sí frágiles, o esbozar una sonrisa porque, al fin y al cabo, aunque levemente, aunque confusa y etéreamente (¿cómo si no?) uno se siente perteneciente a un bando, y quizás algún día se termine la guerra.
 
 

jueves, 8 de enero de 2015

Órbita espectral

Para mi satélite favorito
 
 
Sí ¿para qué negarlo?

a mi también me gustaría bastante

tener un sol en torno al cual girar.

O un universo paralelo

al menos.

O un telescopio

para impresionar.

 
 
Pero tengo un satélite

(algo es algo)

que no me deja nunca de orbitar.

 
 
Cierto que está bien lejos

y es errático

se va de copas con planetas varios

huye con meteoritos y cometas

y lo absorben (a veces por completo)

cuerpos celestes y un montón de estrellas.

 
 
 
Pero a pesar de eclipses y distancias

siempre hay una antenita

una frecuencia

un código secreto

una esperanza

una llamada

sin interferencias.
 
 
 
Vale que no es gran cosa

dirá alguno

y que agujeros negros y galaxias

y años luz

y que todo es relativo.

 
 
Pero a pesar de físicos y escépticos

de los silencios y las lontananzas

queda un espíritu

pervive un aura

sobrevive una radio que no calla

 

dispuesta a transmitir

(tarifa plana)

sobrepasando Orión

naves y llamas.

 
 
Cierto

que orbita lejos

casi nunca reposta

apenas baja

 
 
pero siempre está ahí

nunca me falla

y además de estar es.

Con eso basta.
 
 
 
 


jueves, 16 de enero de 2014

Luna de chocolate blanco

HECHOS REALES
 
     Apareció esta tarde, que fue una tarde mágica. Casi todas lo son, pero andamos tan apurados y preocupados por minucias que no nos damos cuenta. No me pasó a mí hoy: fui muy consciente desde el primer momento.

 
Desprovisto de móvil, tablet y portátil, como un ingenuo salvaje recién llegado al mundo, mientras corría por el paseo de la playa –ida- pude ver, al fondo, los rayos de sol reflejados en un edificio acristalado: cinco tentáculos de luz que convertían a la construcción en un pulpo fantasmagórico, brillante, magnífico. El espectáculo era soberbio y, según mi cronómetro, daba ánimos: acrecenté mi ritmo y reduje los tiempos por kilómetro, como quien quiere alcanzar ese amor largamente soñado y, tan fugaz, que se presenta de repente y cuando uno lo mira por segunda vez ya no está.

 
Cuando llegué no había pulpo alguno, sólo un edificio acristalado al que miré con el desdén con que mira un joven a una estrella olvidada de cine. No me desanimé: hacía solo unos minutos había sido testigo de una visión sublime. Mantuve el ritmo porque, ante todo, soy un deportista, y mi tesón atlético tuvo enseguida nueva recompensa.

 
Mientras corría por el paseo de la playa –vuelta- pude ver, al fondo, un cielo anaranjado tan ostentosamente bello, que parecía el resultado de una confabulación teatral entre nubes y puesta de sol, dispuestas a interpretar juntos las obras de Van Gogh, de Turner y de Friedrich, y a superarlas. A esa altura, yo no tenía ya ninguna duda sobre lo extraordinario del día y, consecuentemente, me tomé un momento para sentirme bien. Me fue fácil, porque a la contemplación de aquella acuarela celestial, sumaba la velocidad de mi buen ritmo, una canción de Luis Eduardo Aute –soy un ingenuo salvaje con MP3- y el aire fresco proveniente del mar en mis pulmones. Hay días en que la vida va de fina.
 
 
En el deporte, como en el sexo, la belleza acelera los procesos: me vine arriba y terminé mi entrenamiento como un expreso que llega adelantado. Cuando el reloj marcó doce kilómetros, apreté el botón y aflojé el paso. Entonces sucedió. Lejos ya de la playa, rodeado de edificios, carreteras y coches, sentí la extraña necesidad de mirar atrás, como quien se siente observado por unos ojos clavados en la nuca.

 
Y allí estaba ella: blanca, radiante, inmensa. Una luna gigante, tan grande en su perfección de atardecer, que parecía coronar un edificio que estaba a tan pocos metros de mí que estuve tentado de acercarme con una escalera y quién sabe. Una luna que de inmediato se me presentó –tal era la delicia por la que suspiraban mis ojos- como una enorme galleta de chocolate blanco.

 
Claro que otras veces se me había ocurrido pensar en la luna como en una galleta, pero se trataba más bien de una de manteca de cerdo, o una almendrada, a lo sumo una pasta de té de las cinco. Sin embargo, la luna de ayer -escribo lento- tenía un aspecto tan cósmicamente único, que solo me viene al teclado el chocolate para hacerle justicia.

 
Ya de noche, volví a salir. Y esta vez sí que me detuve, saboreando el momento, cuando la descubrí de nuevo, más brillante en el cielo nocturno, mirándome con sus ojos de luna. Parecía saludarme, como una vieja amiga, pero había algo de orgullo y de cautela en su actitud, como si me dijera a través de la distancia, escoltada por las nubes que de un instante a otro iban a ocultarla: “Mírame y no me toques. Pero mírame. ¡Y ni se te ocurra darme un mordisco!”.


jueves, 24 de octubre de 2013

Michael Haneke en el Teatro Jovellanos de Gijón: ¿homenaje o venganza?

CRÓNICA
 
 
La invitación ponía (lo prometo) “homenaje a Michael Haneke”, pero, a tenor de lo visto, un título más adecuado hubiera sido “Homenaje a nosotros, que lo valemos. Vendrá Haneke”. En efecto, el esperpéntico y ridículo acto celebrado ayer en el Teatro Jovellanos será recordado porque, teniendo en el escenario a una figura cinematográfica de talla mundial, el presentador y los intervinientes optaron por descubrir a los integrantes del público (pobres mortales) lo inteligentes, cultos, refinadísimos y supermolones que eran el presentador y los intervinientes. No es de extrañar: el acto estaba organizado por la Fundación Príncipe de Asturias, cuyos premios se caracterizan por adquirir prestigio a costa del premiado, y no viceversa.
 
     Presentó la velada el editor alemán Hans Meinke, miembro del jurado que en esta edición de los premios concedió el de las artes al director austriaco. Un hombre encantador este Meinke, que se gusta tanto pronunciado a la perfección apellidos diversos que hasta se le perdona que la primera vez que mencionó al invitado estuviera a punto de pedir una Heineken (rectificó a tiempo y se interrumpió; bien mirado, su docta sapiencia casa mejor con un buen whiskey de doce años). También se gusta el tal Meinke hablando en general, y así se explica que la primera pregunta tuviera aproximadamente una duración de doce minutos, por unos dos de respuesta del supuestamente homenajeado (proporción pregunta-respuesta que, por lo demás, se mantuvo durante todo el acto).


Haneke, un chaval de 71 años.

     El tono del evento quedó marcado desde el inicio por el nada pretencioso título-homenaje del video que recogía imágenes de algunas de las películas del premiado: “Fragmentos de un relato incompleto sobre una filmografía que piensa”. Ahí queda eso. A profundo no nos vas a ganar tú, Michael Haneke de los demonios, que somos los de los Premios Príncipe.
 
     Y a inteligente tampoco, debieron de pensar. Así, cada maratón-pregunta (la preparación debió de ser durísima) incluía al menos tres o cuatro nombres de artistas o pensadores relevantes de reconocido prestigio; desconozco los estatutos de la Fundación, pero es posible que los mismos obliguen a tal artificio. Por otra parte, no he visto jamás un homenaje donde se diluya tanto al homenajeado entre (cito de memoria) Platón, Aristóteles, Goya, Antonio Saura (y su hermano Carlos), Moravia, Pasolini, Cavafis, Octavio Paz… y bastantes nombres más que no recuerdo. Por suerte, cada sprint-respuesta del invitado (la sencillez y cercanía de Haneke contrastaban con la pedantería elitista de sus entrevistadores) ponía un toque de lucidez a la noche y, en no pocas ocasiones, las cosas en su sitio.
 
     Por ejemplo, cuando la también cultivadísima (no iba a ser menos) profesora de la Universidad de Oviedo Margarita Blanco Hölscher dio paso a la escena de la decapitación de un gallo -perteneciente a la película Caché, en cuyo desarrollo tiene sentido; pero que mostrada así, aisladamente, no está lejos de la violencia gratuita, de consumo, que Haneke no se cansa de denunciar- para, a continuación, dar una clase magistral sobre los gallos: tipología (símbolo extraoficial francés), significado del término (galo, en latín), la Francia colonial (¿posibles integrantes de la Legión extranjera?), la inmigración (¿gallos ilegales?) y, en definitiva, no hacer ninguna pregunta al respecto (“por supuesto no le voy a pedir que me afirme ni me desmienta [esta simbología]”), ¡qué vulgaridad! ¡hasta ahí podíamos llegar! Cuando le llegó el turno al homenajeado (sin duda el traductor al alemán se ganó ayer el sueldo), restableció la realidad de golpe, afirmando (para alivio de los presentes, exteriorizado en forma de aplausos) que, sencillamente, una paloma era una paloma, y un gallo… pues eso, un gallo.


     Lo mejor, sin embargo, estaba aún por llegar. La aparición de Jordi Costa y Jordi Balló, crítico y gestor cinematográficos respectivamente y al parecer. Al principio pensé que, hábilmente, habían pactado previamente los papeles de crítico listo y crítico tonto, para confundir a Haneke y obligarle a confesar sus traumas más profundos, pero cuando hablaron los dos deseché esta idea, o bien me dije que se habían liado con los roles, adoptando ambos el mismo.

El director de La cinta blanca junto a tres de los homenajeados anoche,
de izquierda a derecha: Hans Meinke, Jordi Balló y Jordi Costa.
     Costa tuvo la originalísima y audaz idea de preguntarle a Haneke (cuya expresión de estupor con cada pregunta iba en aumento) por el sentido del humor en su cine. ¿Quién no se ha desternillado con Funny Games, o no ha dejado de reír durante los cachondos acontecimientos que tienen lugar en Amor o en La pianista? La respuesta del director, lacónica y certera: “No se le pueden pedir peras al olmo”.

 
     Pero fue Jordi Balló, sin duda alguna, quien mejor plasmó el espíritu de la noche y del acto. Profundo conocedor de la obra de Haneke, sin duda, pero hombre tremendamente tímido, al parecer, ya que para atreverse a llegar a preguntar tuvo que dar un rodeo por la provocación, por los beneficios de la provocación, por la provocación benefactora, por Alberto Moravia, por Pasolini, por Cavafis (ah, Cavafis) esperando a los bárbaros, por… Lo malo fue que cuando por fin terminó, Haneke no solo no oyó ninguna pregunta (yo tampoco), sino que puso en palabras lo que su cara –y la de la mayoría del público- reflejaba hacía ya tiempo: “no entiendo lo que me quiere decir”… Sí, con razón es considerado un buen conocedor de la realidad de nuestro tiempo. ¡Gracias, maestro!
 
     Todo esto, aderezado con agudos comentarios del moderador, Hans Meinke, que hasta por tres veces mostró sus profundos conocimientos sobre la filmografía del director diciendo (las tres veces) que “mostraba una visión tierna de la inmigración y los inmigrantes… y también de los niños”. Sin comentarios (me cuesta, me cuesta, no se crean).

      Sin embargo, al césar lo que es del césar, fue el propio Meinke quien, en un acto de lucidez, tuvo la mejor ocurrencia de la noche: dar por finalizado (sin duda prematuramente) el diálogo… diálogo no es la palabra… sí, ya lo tengo: dar por finalizados los monólogos de los Jordis ante Haneke.

     En fin, no todo va a ser criticar. El acto contó también con música en vivo, incluyendo un delicioso fragmento del trío número 2 para piano, violín y chelo de Schubert, interpretado brillantemente por Marta García Tejido, André Rey y Guillermo López. Como bien dijo el propio Haneke, sólo por ese momento ya mereció la pena acercarse ayer al Teatro Jovellanos de Gijón. También por su presencia y sus palabras (las pocas que le dejaron decir). Y, cómo no, por los verdaderos homenajeados de anoche (a mí no me la dan): Hans Meinke, Margarita Blanco, Jordi Costa y Jordi Balló. ¡¡Gracias a los cuatro y enhorabuena!! Sin duda, estáis a la altura del Príncipe.