HECHOS REALES
Apareció esta tarde, que fue una
tarde mágica. Casi todas lo son, pero andamos tan apurados y preocupados por
minucias que no nos damos cuenta. No me pasó a mí hoy: fui muy consciente desde
el primer momento.
Desprovisto de
móvil, tablet y portátil, como un ingenuo salvaje recién llegado al mundo, mientras
corría por el paseo de la playa –ida- pude ver, al fondo, los rayos de sol
reflejados en un edificio acristalado: cinco tentáculos de luz que convertían a
la construcción en un pulpo fantasmagórico, brillante, magnífico. El
espectáculo era soberbio y, según mi cronómetro, daba ánimos: acrecenté mi
ritmo y reduje los tiempos por kilómetro, como quien quiere alcanzar ese amor
largamente soñado y, tan fugaz, que se presenta de repente y cuando uno lo mira
por segunda vez ya no está.
Cuando llegué
no había pulpo alguno, sólo un edificio acristalado al que miré con el desdén
con que mira un joven a una estrella olvidada de cine. No me desanimé: hacía
solo unos minutos había sido testigo de una visión sublime. Mantuve el ritmo
porque, ante todo, soy un deportista, y mi tesón atlético tuvo enseguida nueva
recompensa.
Mientras
corría por el paseo de la playa –vuelta- pude ver, al fondo, un cielo anaranjado
tan ostentosamente bello, que parecía el resultado de una confabulación teatral
entre nubes y puesta de sol, dispuestas a interpretar juntos las obras de Van
Gogh, de Turner y de Friedrich, y a superarlas. A esa altura, yo no tenía ya
ninguna duda sobre lo extraordinario del día y, consecuentemente, me tomé un
momento para sentirme bien. Me fue fácil, porque a la contemplación de aquella
acuarela celestial, sumaba la velocidad de mi buen ritmo, una canción de Luis
Eduardo Aute –soy un ingenuo salvaje con MP3- y el aire fresco proveniente del mar en
mis pulmones. Hay días en que la vida va de fina.
En el deporte,
como en el sexo, la belleza acelera los procesos: me vine arriba y terminé mi
entrenamiento como un expreso que llega adelantado. Cuando el reloj marcó doce
kilómetros, apreté el botón y aflojé el paso. Entonces sucedió. Lejos ya de la
playa, rodeado de edificios, carreteras y coches, sentí la extraña necesidad de
mirar atrás, como quien se siente observado por unos ojos clavados en la nuca.
Y allí estaba
ella: blanca, radiante, inmensa. Una luna gigante, tan grande en su perfección
de atardecer, que parecía coronar un edificio que estaba a tan pocos metros de
mí que estuve tentado de acercarme con una escalera y quién sabe. Una luna que
de inmediato se me presentó –tal era la delicia por la que suspiraban mis ojos-
como una enorme galleta de chocolate blanco.
Claro que
otras veces se me había ocurrido pensar en la luna como en una galleta, pero se
trataba más bien de una de manteca de cerdo, o una almendrada, a lo sumo una
pasta de té de las cinco. Sin embargo, la luna de ayer -escribo lento- tenía un aspecto tan cósmicamente
único, que solo me viene al teclado el chocolate para hacerle justicia.
Ya de noche,
volví a salir. Y esta vez sí que me detuve, saboreando el momento, cuando la
descubrí de nuevo, más brillante en el cielo nocturno, mirándome con sus ojos
de luna. Parecía saludarme, como una vieja amiga, pero había algo de orgullo y
de cautela en su actitud, como si me dijera a través de la distancia, escoltada
por las nubes que de un instante a otro iban a ocultarla: “Mírame y no me
toques. Pero mírame. ¡Y ni se te ocurra darme un mordisco!”.
Carlinos, estás que te sales, romántico, llambión (no se si se escribe así), enamoradizo y sobre todo DEPORTISTA. Me reitero: Yes un fenómeno. Abrazos
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