El 26 de julio de 1986, una joven y menuda violinista prodigio de 14 años, Midori Goto, actuaba como solista en el Festival de Tanglewood acompañada por la Orquesta de Boston. La obra: la Serenata para violín y orquesta de Leonard Bernstein; a la batuta, el propio y, ya por entonces, venerado compositor/director en persona.
En plena ejecución del último movimiento, definido por la voz que salía de
la televisión en las noticias del día siguiente como “diabólicamente
complicado”, la primera cuerda del pequeño violín de la pequeña Midori (de tres
cuartos del tamaño habitual) se rompió. Sin perder un segundo, la violinista
niña tomó el violín del concertino; no le importó que este fuera de un tamaño
mayor; tampoco, no estar habituada a su tacto: siguió tocando. Los dioses son
caprichosos o constantes, porque en menos de dos minutos, la primera cuerda del
gran violín del primer violinista se rompió entre las manecitas de Midori. Pero
es más fácil romper una cuerda que un corazón. La diminuta intérprete, casi sin
inmutarse, se vuelve nuevamente hacia el primer violín (que a esa altura ya
tiene entre sus manos el del segundo) y repite el cambio. Aparentemente
imperturbable, sigue tocando.
Cuenta la leyenda que a Paganini, el considerado comúnmente como mejor
violinista de la historia, se le llegaron a romper tres cuerdas durante un
concierto, y consiguió terminar triunfante la ejecución con la cuarta. Claro
que la misma leyenda asegura que había hecho un pacto con el diablo. Nuestra
querida Midori (un ángel) entrevió una solución más sencilla. No le importó que
el hado, el demonio o tal vez el propio Paganini, celoso, repitiera su treta en
un minuto: recambió, continuó e interpretó sin fallo el resto de la pieza. La
magia surge en un segundo, pero cuando se detiene la música el shock es tal que
se diría que el instante siguiente tardó horas en llegar, como si Cronos
quisiera pensar con calma una continuación digna de tal escena. Cuando la
encuentra, el tiempo se reanuda, y no se sabe si era mayor la admiración del
público, del propio Bernstein, o de los prestadores violinistas; el primero
irrumpe en estruendosa ovación en pie, los siguientes la abrazan y la besan, el
crítico del New York Times visualiza el titular que ocupará parte de la portada
del día siguiente: “Chica, 14 años, conquista Tanglewood con 3 violines”. Yo,
que me entero de esto 35 años después, sumo el entusiasmo de todos y brindo por
el gesto de amor a la música (ininterrumpida) de Midori, que hace crecer mi
propio amor a este mundo, hermoso por sus imperfecciones.
El arte imita a la vida y, ¿quién lo duda?, a veces demasiado a menudo al
mundo se le rompe una cuerda. Claro que podemos quejarnos, culpar a la mala
suerte, al tiempo o al destino (más tormentosamente: a nosotros mismos). Pero
también podemos ser conscientes de que la vida imita al arte (creo que lo
prefiero, que una niñita japonesa de 14 años me ha convencido de que es la
mejor opción) y hacer lo que esté en nuestras manos, por pequeñitas y frágiles
que sean, para evitar que la música se detenga.
¿Es casualidad -me da por
pensar- que la serenata de Bernstein esté basada en El banquete de Platón? El
Banquete o, ya saben, del amor.
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