Hechos reales
Hoy fui al cine con la intención de ver “Oro negro”, la nueva película de Jean-Jacques Annaud. Digo con la intención porque me quedé con las ganas. He aquí los hechos.
Lugar: un cine perteneciente a la cadena Yelmo Cines (no se trata aquí de criticar la actuación de un trabajador en particular, sino más bien de analizar una tendencia y lo que, muy probable –y lamentablemente-, sea una política de empresa).
No bien comienza la proyección –es un decir-, me encuentro, dentro de la pantalla, con un rectángulo (que no ocupa toda la pantalla ni mucho menos) en el que aparecen las imágenes. Tampoco se trata de un rectángulo perfecto, ya que la combada parte superior permite observar una molesta perspectiva, como si en lugar de en una superficie plana, las imágenes fueran proyectadas sobre una semiesfera, y mandar cualquier atisbo de formato racional a tomar viento. Créanme, no soy un tiquismiquis que monta el pollo a las primeras de cambio. He asistido impertérrito a numerosas proyecciones con fallos de diversa índole, aunque de menor importancia. Pero esto era demasiado.
Así que allí estaba yo, habiendo pagado seis euros (gracias a la fabulosa tarjeta Yelmo, la cadena de los amigos del buen cine) por ver una película con una calidad menor de la que podría obtener en cualquier televisión medio decente de nuestros días. El ardor que me invadió fue tal que, tras tratar de convencerme de que no era para tanto, fracasé y, como a los cinco minutos, salí de la sala en busca de algún responsable.
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Fuente: europapress.es |
Creo que expliqué bastante amablemente y sin ninguna acritud lo que me sucedía, a el/la responsable de la entrada, que llamó a la (o quizá el) gerente del establecimiento. Volví a explicar el asunto, diciendo que si venía al cine era precisamente para ver las imágenes con una cierta calidad visual (cosa ya bastante absurda, lo reconozco, en un mundo donde el formato cinematográfico ha sido sustituido -¡en los propios cines!- por el digital, o sea, el mismo del que podemos disfrutar en nuestra casa). Mi pretensión no era desorbitada; como ya barruntaba problemas, lo único que pedía –habrían transcurrido unos diez minutos, alegué- era que se me devolviera el dinero.
La Gerente entró conmigo a la sala, y no hicieron falta ni dos segundos para que se “escandalizara” con lo que vio en la pantalla, y me asegurara que eso no era normal. Ahora mismo iba a llamar al cabinista. Tras hacerlo, me dijo que, efectivamente, esa cámara (¿no sería más bien cañón?) tenía un defecto, que hacía que el objetivo se contrajera cada cierto tiempo, y no sé cuántos más términos técnicos. Que arreglarlo llevaría mucho tiempo, toda la gente tendría que salir y, obviamente, no lo iban a hacer. Pregunté entonces si reconocía que había un fallo de proyección. Me dijo que sí. Perfecto.
Me ofreció ver otra película o devolverme el dinero. Opté por la segunda opción. Ahora comienza lo surrealista. Cuando le pregunté si a mis dos amigos que permanecían en la sala se les devolvería también el dinero si se iban, me dijo que no; ¡que sólo a mí! Argumentó que estaban viendo la película, repliqué que con el mismo defecto que yo; me dijo que lo que no iba a hacer era devolverle el dinero a todo el mundo que ahora decidiera salir (¿Y por qué no? Irían unos quince minutos de película, habría unas ocho personas en la sala y –lo más importante- me acababa de reconocer que la película estaba siendo proyectada defectuosamente a sabiendas). Al final, pareció aceptar.
Con un cierto tono de desagrado (o quizás de esperanza) en su voz, me dijo que para devolverme el dinero debía darle la entrada. Razonable la petición, no tanto el tono (¿alguien con dos dedos de frente pensaría que una persona sin entrada iba a protestar por la calidad de la proyección?). Entré a la sala para recoger la chaqueta y fracasar en la propuesta de que mis dos amigos me acompañaran (verdaderamente, hay personas que tienen mucho aguante).
Acompañé al gerente hasta la taquilla, y mientras por el camino se aseguraba de los descuentos o bonos que había utilizado para sacar la entrada (¡ni un céntimo al traidor!), me devolvió los seis euros que había pagado, como quien da limosna a un leproso, con el brazo estirado y el desprecio de quien te concede una dádiva por su gracia divina. Ciertamente, había algo de fastidio en su voz, de incomodidad (nada de amabilidad y disculpas; ni una), como si yo estuviera cometiendo algún delito por no aceptar de buen grado un producto altamente defectuoso.
Cuando bajábamos por las escaleras mecánicas, pregunté:
-Y dado que se sabía que esa cámara está defectuosa -así me lo había dicho-, ¿no sería mejor avisar?
-No, no, si está avisado –respondió.
-Me refiero a la gente –aclaré inútilmente-. Lo digo porque yo, por ejemplo, de haberlo sabido, no me hubiera molestado.
-Ah, bueno, la gente… -deslizó con cierta sorpresa.
No hizo falta que acabara la frase, mi cerebro la completó al instante: LA GENTE TRAGA CON TODO.
Y así nos va.