La Frase: "Al final del camino me dirán: ¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres". Pedro Casaldáliga

lunes, 30 de mayo de 2011

Eureka

RELATO

     Despertó en mitad de la noche, con la boca pastosa y de repente. El corazón seguía en su sitio, aunque hacía esfuerzos desesperados por salir de él. El despertador lo miró sorprendido, con cara de 2:58 AM (ahora, 2:59). Su cerebro se congratuló por el éxito de la operación onírica, y repitió el mensaje en la vigilia: ¿dónde está?
     Aunque contestó no lo sé, supo al instante que lo había perdido. No era la primera ocasión en que sucedía, pero esta vez era como si. Había algo de definitivo e intangible, de pérdida más allá de todos los encuentros, pero aún así buscó (ya digo, no era la primera vez).
     Sigilosamente salió del dormitorio (su esposa seguía en brazos de Morfeo) y repitió rutinas antaño exitosas. No funcionaron. Buscó por toda la casa, en cada uno de los recovecos donde solía mirar cuando faltaba. Bajó al garaje, y comprobó –ya con temor creciente en las entrañas- que su mujer, sin previo aviso pero como siempre, había ordenado esas cajas que custodiaban cosas del pasado (ese orden lo desconcertaba, era falsamente simétrico). Las vació presuroso, revisó objetos y fotografías, y cuando estas se revelaron inútiles, buscó más atrás, en los negativos raídos de su alma, en la sonrisa de una tarde en Belfast, en un  amanecer sin sueño frente al mar, sabores deliciosos de menta y esperanza, sensaciones sin marca y sin registro.
     Para cuando su mujer despertó, ya era evidente que no iba a encontrarlo, pero continuaba considerando impensable solicitar su ayuda para conseguirlo. Hizo un último intento mientras ella calentaba el café: volvió al dormitorio, recorrió cada palmo de la moqueta (qué aspera), cada centímetro de los armarios (demasiado grandes), cada sombra de la luz proyectada por una lámpara que tantas veces lo había iluminado en situaciones similares, y cuando ni siquiera la cama resultó ser el refugio último del fugitivo, comprendió.
     Cuesta creer que lo asimilara tan rápido, pero las certezas conllevan lucidez. No hubo preámbulos ni ambages, no cantó el gallo delator ni tañeron solemnes las campanas a penitencia, sólo el pitido nítido del microondas (el café ya estaba) y entonces, la verdad en una frase:
     -Ya no te quiero.
     Ella no contestó.

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