CRÓNICA
A corazón abierto y sin coraza; así se presentó Luis Eduardo Aute en el Teatro Jovellanos de Gijón el pasado viernes. Por ello, no buscó refugio en los numerosos éxitos de sus más de cuarenta años de carrera, y planteó un concierto, en sus propias palabras, “con muy pocas concesiones”. Porque tiene talento y personalidad para ello, Aute, un joven de 67 años, no vive de las rentas ni del pasado: presentó, prácticamente en su totalidad, las canciones de su último y recientísimo disco (Intemperie, 2010) y completó las dos primeras horas del espectáculo con otras del penúltimo (A día de hoy, 2007). Apenas hubo espacio para dos de sus clasicazos, hábiles en despertar la nostalgia en muchos de los corazones presentes en el recinto; es posible que así sucediera con la desgarradora y sublime Siento que te estoy perdiendo. Luego, después de una generosa ovación del respetable, puesto en pie, regresaron el artista y el arte para, esta vez sí (con el paréntesis de otra larga ovación de un público ya entregado) repasar algunas de sus creaciones más memorables. Total: dos horas y cuarenta minutos de Aute a la intemperie –vale decir, de magia– por 28 euros (Bisbal costará ¡60!, y de seguro traerá chubasquero).
Muy bien acompañado por sus músicos, especialmente por un Tony Carmona espectacular a la guitarra, responsable también de los arreglos y productor de los últimos discos del artista, al concierto sólo se le puede poner un pero: el de ciertos sonidos pregrabados (percusión y batería), no tanto por la repercusión musical en sí, escasa, sino por lo ridículo –e innecesario– que resulta, por ejemplo, escuchar al comienzo de una canción el ritmo marcado desde la batería por el hombre invisible. Más razonable (y hasta se agradeció) es no traer los tambores de Calanda para la canción-homenaje a Buñuel y a dicha población. Pero es pequeña queja, y ciertamente se difuminó ante la presencia (inconmensurable, cercana, sincera) del cantautor, quien, de manera sorprendente, conserva el mismo tono de voz que hace treinta años.
Luisito, tan parlanchín como siempre, habló de lo divino y lo humano. Justificó la existencia de Dios por el sexo (una teoría más que respetable), homenajeó a John Lennon y criticó al FBI como corresponsable de su muerte, recordó el tsunami japonés y, en general, el terremoto continuo en que está instalado todo el mundo (“al albur de la intemperie”), alertó a los furibundos capitalistas (“ojo que el Potosí ya no da más de sí”), y rezó una vez más al amor (“quiéreme, aunque sea de verdad”). Pero sobre todo (y como siempre) reivindicó “el espejismo de intentar ser uno mismo”, de tener criterio propio, eso que ya se ve tan poco que parece de mal gusto. En definitiva, abogó por la belleza frente al poder.
Y luego está lo inexplicable, las sensaciones, eso que no se puede expresar con palabras, lo que hace que se te erice la piel y el alma, que el pasado te meta de repente una puñalada en el corazón, lo que consigue incluso hacerte creer que Aute canta bien. Algo así es una especie de magia, una conexión única. El colofón llegó con un Al alba a capella que, además de la lógica preocupación por la salud del intérprete, trasladó a los asistentes la emoción del silencio que se corta con la palabra desgarradora de la verdad, esa que clama contra la injusticia.
Sí, es cierto, a las 23:10 hubo que volver al mundo real, a los móviles y las llaves y los horarios, pero durante dos horas y cuarenta minutos el tiempo se detuvo y no hubo crisis ni mercados ni opas que valieran. Durante dos horas y cuarenta minutos, otro mundo fue posible. Gracias por ello, Aute.