Los demonios atacan cuando menos
te lo esperas.
A veces se les ve venir, porque
aunque agazapados y de camuflaje, son muchos años y hemos aprendido algunos de
sus trucos, de tal forma que la pintura o las hojas que ellos creen el no va
más, son en realidad un rascar en nuestra puerta de las alarmas, que acaba
cediendo porque, al fin y al cabo, las puertas están para abrirse, y si la hay
es porque nuestra alma o nuestro corazón o, lo que resulta más doloroso e
incomprensible, nuestro cerebro, decidió en su momento recortar el presupuesto
cuando estábamos construyendo un sólido muro que debía protegernos ahora.
Pero los demonios son listos (son
muchos años, y conocen todos nuestros trucos) y buscan las puertas en el muro,
la cerradura en la puerta, la llave en los bolsillos de nuestra mente. Ya digo,
a veces se les ve venir.
Nosotros lo llamamos bajón (es
sabido que no hay cosa que más fortalezca a los demonios que nombrarlos) y con
firmeza negamos conocer el origen, o le atribuimos causas etéreas. Mentimos en
ambos aspectos, porque después de todo no nos apetece aceptarlo ni explicarnos
una vez más algo que ni nos gusta ni nos conviene.
A veces, en presencia de uno, los
demonios atacan a una persona que nos importa (¿cómo podríamos notarlo si no?)
y vemos reflejados en su reacción y en sus maneras la beligerante ofensiva y el
encaje. Uno piensa que los demonios son insaciables, y se siente dolido e
impotente, pues si bien conoce a los suyos, apenas sabe nada de los ajenos, lo
que dificulta la tarea de rescate que se quiere ejercer a toda costa, casi
siempre con pobres resultados y a lo sumo alusiones a causas imprecisas.
Entonces, como resultado de ese
primer ataque, y a pesar de la evidente falta de comunicación entre tropas, uno
siente, como coordinados por un general invisible –pero esta vez es de las que
se ve venir- los movimientos en las filas de sus personales e intransferibles
enemigos, y el traqueteo de un mecanismo de sobra conocido. Antes de que los
demonios ganen esta batalla (es indudable), uno no sabe si adelantarse a la
tristeza por descubrir una falla más en sus defensas, ya de por sí frágiles, o
esbozar una sonrisa porque, al fin y al cabo, aunque levemente, aunque confusa
y etéreamente (¿cómo si no?) uno se siente perteneciente a un bando, y quizás
algún día se termine la guerra.